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El Infierno del Chaco

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La historiadora Ana Barreto Valinotti nos invita a conocer los aspectos que la llevaron, junto con el artista visual Osvaldo Salerno, a armar una muestra temporal sobre la Guerra del Chaco (1932-1935), en la que ambos buscan explorar, con toda sensibilidad, aquellos tiempos del conflicto que enfrentó en armas a Paraguay y Bolivia.

  • Por Ana Barreto Valinotti

El día que llegó el álbum de cuero marrón a mis manos era una tarde que se hizo particularmente larga, luego de almorzar con quien inauguré por primera vez una exposición temporal. Realmente no tenía por qué estar en esa casa ese frío día de invierno; sin embargo, el dueño de la misma, el arqui­tecto Aníbal “Tata” Ferreira, tuvo la gentileza de mos­trarme algo que había llegado a sus manos como obsequio por parte de Roger Ayala, hijo de quien fuera presi­dente de la República, el doctor Eusebio Ayala.

Lo tomé en mis manos y las letras de tapa dedicadas a su padre por el Ministerio de Defensa me parecieron, en ese mismo momento, que tenía la tonalidad de un viejo sol poniéndose. No obstante, al abrir nada parecía un ocaso. Las fotos, altamente iluminadas por luz natural, hablaban de mañanas eternas.

El propio presidente Ayala estaba en las primeras páginas en una ceremo­nia religiosa acompañado del cuerpo diplomático en la catedral (¿era el te deum de cuando asumió en 1932?, recuerdo habérmelo pre­guntado); reuniones en un amplio escritorio, su esposa parada frente a un afiche de guerra enorme dibujado tal como lo había visto en los utilizados durante la Gue­rra Civil Española.

Luego de unas pocas hojas dedicadas al poder civil venía la guerra.

El año de entrega de ese álbum fue 1934. Para ese momento, los paraguayos habían avanzado hasta lle­gar al río Parapití, límite que el Paraguay consideraba como el natural con Bolivia (aunque bien sabemos que lo “natural” nunca condice con los límites de frontera, cons­trucción artificial por exce­lencia), y el ejército boliviano se encontraba primero en Ballivián y, posteriormente, atrincherados en Villa Mon­tes: en ese momento, en terri­torio inhóspito para ambos y muy alejados de las fuentes de relevo y provisiones.

Pese a ello, las fotografías no mostraban necesariamente ese rostro. Un Estigarribia por veces serio, por veces son­riendo junto con su comando. Isla Po’i, llena de soldados y a veces desierta: impeca­blemente limpia y todo muy ordenado. Grupos de oficia­les y soldados posando, o con un cañón o en una tuca; o en un camión, transitando las inmensas soledades del norte del Chaco o abriéndose paso en las primeras estriba­ciones andinas. En ninguno de los rostros percibí dolor, en muchos hasta alegrías de compartir una cena, o de escuchar música de guitarras y violines en medio del monte.

Esa narrativa fotográfica ya la había visto antes. En acer­vos fotográficos del Estado o en colecciones particula­res; en libros publicados o en álbumes conmemorativos. La guerra del Chaco particu­larmente configura un hito del pasado paraguayo sobre el que hay mucha produc­ción, histórica y literaria; sin embargo, luego de lo conocido, aparecieron hojas en las que la muerte en guerra mostraba una de sus caras: el cadáver vestido de uniforme, abando­nado, y los túmulos de tierra y sus cruces; percibí (y era la primera vez que lo hacía con detenimiento) que los olvida­dos, los exhibidos eran ellos, los otros, los bolivianos y los enterrados; cubiertos con tie­rra y con pudor ante la mirada eran los paraguayos.

Una de las fotografías me pareció muy extraña. ¿Qué hace ese zapato colgado del árbol?, me pregunté. Tuve que acercarla para darme cuenta que el zapato no estaba vacío: había un resto de pie dentro y la piel en jirones como si fue­ran cueros secos y lo que pare­cía un pedazo de hueso. Era un pie sin cuerpo.

Di vuelta la página.

No acostumbro ver imágenes de muertos. De hecho, no acos­tumbro hacer historia de gue­rra, justamente por lo repul­siva que me resulta la muerte en ella. En ese momento, muy a mi estilo, eché leños al fuego de mi disgusto. Recordé uno de los tantos artículos de Juan E. O’Leary sobre los bolivia­nos y la guerra:

Bolivia no es sino su indiada. Pero una indiada embrutecida (…) En esos cerebros obtusos no pueden existir sentimien­tos esclarecidos (…) No son ni valientes ni cobardes. Hacen lo que se les ordena. Resisten, atacan o huyen como autóma­tas. Bárbaros perfectos, son de salvaje ferocidad como los que caen en sus manos. Pri­sioneros son de una sumi­sión animal (…) País sin his­toria y sin más tradición que la de su perpetua esclavitud, allí no pueden haber ciudada­nos, hombres orgullosos de su nacionalidad, que tienen un pasado que imitar.

El “olearismo” me repetí eno­jada: “indiada, sumisos, obtu­sos, apátridas, bárbaros”. ¿Así era el dueño de ese pie cuyo cuerpo había “volado” com­pletamente? ¿O el del muerto sin pierna que apretaba fuer­temente ambos puños sobre el pecho? ¿El “montón de cadáveres” alcanzados por una ráfaga de ametralladora? ¿Sabía O’Leary que en Boque­rón también fallecieron muchachos jóvenes universi­tarios? ¿Cómo interpretar ese racismo de “indiada”? ¿Podía un intelectual paraguayo calificarlas en “indiadas” de “primera” o de “cuarta”?

Eso estaba pensando al segundo que di vuelta la página.

A continuación estaban ama­neceres o atardeceres pre­ciosos tomados sobre el río Paraguay. Lagunas quietas. Fauna, flores, horizontes de tierra, cactus y cielos lim­pios. Quizás así como narro no parezca nada extraordi­nario, pero también en ese momento recordé un análisis que había hecho la historia­dora argentina Gabriela Dalla Corte con la fotografía del –también argentino– Carlos de Sanctis: el médico volun­tario luego de estar rodeado semanas enteras de muertos y heridos empezó a fijarse y a escribir sobre la naturaleza del Chaco; sobre sus maripo­sas, sobre las flores del cac­tus cuando se abrían. Era muy extraño y, a la vez, coin­cidente que en el álbum había un cactus florecido.

En las hojas subsiguientes aparecía la Región Orien­tal, los pueblos nuevos como Pedro Juan Caba­llero o los viejos como Villa­rrica, todos o la mayoría en fotografías de una aún más apacible vista: luz diurna y sin personas. ¿Qué pue­blo no tendría gente en sus calles? Que extraño. Era como si todos hubieran salido, hubieran abando­nado ese lugar, se hubieran ido. ¿Estaban durmiendo? Bosques, selva, lago, arro­yos, cascadas, caminos, ran­chos. La Región Oriental era sin dudas un paraíso. Y ese paraíso, construido también narrativamente, debía ser a toda costa y coste defendido, peleado.

Osvaldo Salerno regresó y recuerdo haberlo mirado con insistencia.

En mi cabeza, una guerra emergía con una narrativa potente. En ese momento creo que solo podía decir palabras sueltas, asociaciones, fechas y todo el recurso que usa­mos los historiadores. Pero cuando salimos de la casa del arquitecto Ferreira ya sabía­mos que estábamos frente a algo absolutamente simple y absolutamente grande a la vez: eran la vida y la muerte.

Saber cuál es el camino hace relativamente fácil empezar por escoger el medio en el que se va a viajar: la Guerra del Chaco era nuestro vehí­culo, nuestro Ford T o nuestro cañonero. Empezamos desde ese momento a rodearnos de los años 30, a hablar con colec­cionistas, a volver a los libros –en mi caso–, a dibujar y plan­tear recursos de expografía como lo hizo Osvaldo.

Las cartas y fotografías del médico Gustavo González, cedidas enteramente para la exposición por su hija María Adela “Alita” González, confi­guraron un universo de espera, amor, angustia, resiliencia y templanza frente a la muerte ¿Cómo se le dice a la amada que el escenario es insoportable si el deber de un médico es estar en el frente, tratar de calmar el dolor sin insumos o ayudar a una buena muerte? Gustavo usaba la pluma de una manera absolutamente conmovedora. Con él vi confirmado el hecho que, ante la crudeza de la gue­rra, los sensibles la enfrentan con la potencia de la belleza natural: González también fotografió flores y hacía plan­tines para enviarlos a su amada “Bebé”.

La comunicación entre Gus­tavo y su esposa nos llevó a preguntarnos acerca de los que fueron al Chaco, un gran número de soldados rasos, siendo analfabetos, ¿cómo trasmitían lo que sentían? ¿Cómo le decían a alguien que le extrañaban tanto, si ese alguien, igual que él, tampoco sabía leer y escribir? ¿Cómo ser además transparentes y sinceros si las corresponden­cias debían pasar el departa­mento de censura?

José Luis Ardissone nos cedió una carta escrita por un joven­cito de 17 años desde Con­cepción para pedir a Pastora Nunes –su madre más ade­lante, pero en ese momento soltera– que sea su madrina de guerra. A los tres meses de ese pedido, hasta con una nota pícara, Efraín falleció en el frente de Nanawa: es posi­ble que Pastora conociese su rostro por la noticia de exe­quias del periódico.

Como muchos paraguayos, debió haber sido enterrado con el uniforme puesto. Por eso dedicamos un espacio a las costureras del Chaco, olvida­das mayormente por la histo­ria; estas mujeres cosieron sin cesar durante tres años ropas que servían para identificar, uniformar, para proteger y para ser también mortajas.

El duelo y la muerte. No pudimos no intentar evo­carlo, en este país de madres sin padres, a las que estaban de luto cerrado; las que reci­bían medallas con cintas en vez del abrazo. Las que no tenían, como escribió Teresa Lamas Carísimo, nada más que esperar en el puerto que un féretro de madera.

El cruce de miradas no solo lo hicimos desde la historia. He considerado personal­mente que el arte contempo­ráneo tiene una fuerza única para “decir” sin decir las cosas. Por ello, la muerte dejamos en manos de las moscas hipe­rrealistas pintadas por Ema­nuel Fretes Roy, en las velitas de cementerio, en el cinturón cartuchera de Celso Figueredo y la belleza en cada puñado de tierra chaqueña de la obra de Silvana Domínguez, o de los palmares apaciblemente celes­tes de Gustavo Riego.

La salida y el regreso para nosotros ha sido el río. Sur­camos cada vitrina con agua del Puerto de Asunción. Lugar de despedida, sitio de marcha y punto para el retorno. El agua que calma la sed tanto en vida como en la muerte: el vaso que está arriba de una mesa o el que se encuentra bajo el ataúd.

¿Los que regresaron, eran los mismos? ¿Cuándo terminó la guerra para los prisione­ros? Es difícil, incluso para nosotros, señalar si es esta una exposición solo de para­guayos. A veces creo que tam­bién hablamos de las madres que quedaron arriba. Esas que tampoco vieron regre­sar a sus hijos, que no supie­ron más que por fotos cómo lucía la tierra donde queda­ron, apretando en una mano el escapulario y la última carta que habían recibido.

Así como decidimos que la sed corte los espacios, hici­mos que el tiempo también. Que marque el compás. No hemos dejado de escucharlo en estos meses. Todos relo­jes expuestos, detenidos, y los únicos dos que funcionan significan que en el camino que tomamos, en la guerra a la que elegimos acercar­nos, somos apenas testigos extemporáneos de una época para cuyos protagonistas el tiempo ha parado definitiva­mente su minutero.

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El Infierno del Chaco es una muestra temporal en la que los curadores Ana Barreto Valinotti (1978, his­toriadora) y Osvaldo Salerno (1952, artista visual) busca­ron aproximarse y explorar ante todo con sensibilidad al tiempo, al espacio y a los hombres, mujeres y niños que vivieron la Guerra del Chaco (1932-1935), conflicto que enfrentó en armas a Bolivia y Paraguay.

La misma permanece abierta al público de lunes a viernes, de 9:30 a 18:00, hasta el 30 de junio en la Sala CAV Museo del Barro del Centro Cultural Citi­bank. Avenida Mariscal López esquina Cruz del Chaco.

Bolivia no es sino su indiada. Pero una indiada embrutecida (…) En esos cerebros obtusos no pueden existir sentimientos esclarecidos (…) No son ni valientes ni cobardes. Hacen lo que se les ordena. Resisten, atacan o huyen como autómatas. Bárbaros perfectos, son de salvaje ferocidad como los que caen en sus manos. Prisioneros son de una sumisión animal (…) País sin historia y sin más tradición que la de su perpetua esclavitud, allí no pueden haber ciudadanos, hombres orgullosos de su nacionalidad, que tienen un pasado que imitar. LA NACION

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